Por Héctor A. Otero
El próximo 9 de noviembre se cumplen ochenta años de la
arbitraria acción violenta de las SA de Hitler contra la comunidad judía,
asonada que pretendió ser espontanea, pero que buscaba, en realidad, mostrar a
un sector de la población como el causante de todos los males de la sociedad
alemana. La propaganda nazi, con el fin
de fortalecerse políticamente recurrió al mecanismo de identificar a un grupo
social con los problemas generales del país, para unificar a la nación y poder
a través del engaño y la manipulación llevar a las masas a aceptar los
vejaciones, maltratos y posterior aniquilación de sus enemigos políticos.
El mundo ignoró estas señales de lo que significaba esa
violencia arbitraria y sectaria, así como las acciones de discriminación y
estigmatización, lo que permitió a las huestes nazis escalar en su actividad
hasta convertirla en algo corriente y cotidiano en la sociedad alemana de la
época. La aceptación de esa actividad
llevó, con el tiempo a una de las peores experiencias de la humanidad: la Segunda
Guerra Mundial, que afectó a millones de familias, con la pérdida de seres
queridos en un enfrentamiento irracional y salvaje.
La acción de un terrorista en Pittsburgh contra una sinagoga,
en los pasados días, pretende presentarse como un acto aislado, llevado a cabo
por un demente, despreciable, fanático y excepcional actor individual, que no debe
entenderse como una tendencia o ejemplo para otros individuos de la misma
orientación política. La verdad es que,
revisando la experiencia norteamericana de atentados y masacres colectivas,
este evento no puede ser minimizado ni sus consecuencias subestimadas. La fanfarria que promulga como causantes de
todos los males a los inmigrantes y la histérica consigna de “Hacer a América
Grande de Nuevo”, son marcos mas que propicios para nuevos actos de violencia
como el de Pittsburgh.
Para muchos esta consideración puede ser una exageración (son
solo 11 muertos, en Alemania fueron según estimaciones 91), pero es preferible
estar prevenido, que después ver a los violentos apoderarse de las calles y
tratar a los contrarios de manera agresiva.
La aceptación de las cosas que se van volviendo corrientes, terminan por
imponerse, y la costumbre va legitimando actos que en un momento pudieron ser
considerados despreciables. La gente
termina por acostumbrarse a ver ciertas noticias acerca del aumento en la
violencia, discriminación o arbitrariedad.
La mayoría de los movimientos de extrema derecha buscan
enemigos fáciles de identificar, a los que se pueda culpar de los males que la
sociedad padece. Los judíos fueron en la
Alemania nazi, los europeos para la Inglaterra de Theresa May, los inmigrantes para
los EEUU de Trump y seguramente los negros en el Brasil de Bolsonaro.
Colombia no está aislada y las tendencias mundiales también
se van apuntalando en nuestro país: la insistencia de Duque en convertir a
Maduro en un enemigo de su gobierno, y a quienes no se someten a los designios
de su política en justificadas víctimas de la “mano dura”, va conformando un
sustrato para justificar agresiones y arbitrariedades. Las desatendidas exigencias de los líderes
sociales para que se respeten sus actividades y sus vidas, dan cuenta de que
hasta el momento para el nuevo gobierno en la Casa de Nariño, no le preocupa lo
que sucede en la periferia del país. Por
el contrario, se busca enfrentar a indígenas contra sus similares, aislar a las
organizaciones sociales, desconocer los líderes y las asociaciones de
campesinos, violar los acuerdos de erradicación y sustitución de cultivos, para
optar por soluciones que radicalicen y propicien los enfrentamientos entre
autoridades y la comunidad. Esto si que
es jugar con fuego. Este escenario
recuerda los movimientos de campesinos en el sur del Meta y el Guaviare en el
año 1997, en los que las comunidades abandonadas del Estado recurrieron al
cultivo de la coca, como una opción viable de sobrevivencia en medio del
abandono. Las manifestaciones en contra
de la fumigación se generalizaron y la única forma de detenerlas fue con una
masacre: Mapiripán.
Confiemos en que ni en Norte América ni en Colombia se
desconozcan las experiencias terribles del pasado reciente. Es imprescindible y obligatoria la vigilancia
sobre estos hechos, que pueden llevar al país a repetir una experiencia desastrosa.