lunes, 26 de marzo de 2012

Poderes alternos en Colombia

por HÉCTOR A. OTERO
Las recientes revelaciones de los mayores criminales de la historia colombiana, los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Salvatore Mancuso, Ramón Isaza, “HH”, “Don Berna”, “Jorge 40”, Hernán Giraldo y otros) acerca de su intención de convertirse en un nuevo poder de facto en Colombia, confirman lo que ya muchos analistas habían sostenido. El paramilitarismo ha sido una apuesta de los grupos más poderosos del país, no solo para eliminar a quienes les podían generar cierta percepción de inseguridad y zozobra, sino para controlar sin problemas sus posesiones y asegurar un entorno político y social más dócil y sumiso. ¿Cómo pudo una mayoría de colombianos aceptar el rampante crecimiento de una minoría soberbia y despiadada, que llegó a controlar por el miedo inmensas regiones del país?, pero también centros de decisión vitales como los gobiernos regionales y las administraciones locales, e inclusive mantener una representación política en el Congreso de la República? La respuesta es compleja y requiere remontarse un tanto en nuestra historia reciente. Las organizaciones antisubversivas o los grupos de autodefensa no son nada nuevo en la historia colombiana. Desde largo tiempo atrás, los militares y los organismos de seguridad del Estado, asesorados por oficiales formados en las academias militares norteamericanas, propusieron dar apoyo a las organizaciones campesinas que se oponían a los grupos guerrilleros y que además conocían el terreno tan bien o mejor que los subversivos. Se consideraba que estas organizaciones podían responder más rápidamente y con mayor precisión a las agresiones de los subversivos. Pero la importancia que estos grupos adquirieron en nuestro país no se compara con las experiencias de ningún otro país de este hemisferio. ¿Cuál fue el elemento que le dio fuerza y potenció las organizaciones antisubversivas en Colombia? Sin lugar a dudas, la respuesta se encuentra en un elemento particular de la estructura social colombiana: el narcotráfico. La guerrilla en su afán por obtener ganancias crecientes con el secuestro amenazó no solo a los grandes propietarios de tierras, sino que también tocó los intereses de aquellos nuevos propietarios, que con las ganancias del tráfico ilícito empezaban a convertirse en una clase emergente, asociada con mecanismos violentos de ajustes de cuentas. De esa manera, cuando la guerrilla empezó a tocar sus intereses, estos no se fueron por las ramas, sino que organizaron sus propios grupos de autodefensa, que llegaron a poner en jaque a diversos grupos subversivos. Corrían los primeros años de la década de los ochenta del siglo pasado, cuando el negocio de los narcóticos se abría como una posibilidad inmensa de hacer ganancias de manera rápida. Los capos invertían en tierras y propiedades urbanas, pero veían que la inseguridad en el campo y la inconformidad de muchos sectores en las ciudades se convertían en elementos de incertidumbre, para sus inversiones y el futuro de su negocio. Los equipos de ajustes de cuentas del narcotráfico eran grupos pequeños de asesinos o matones, que garantizaban a sus patrones que las transacciones acordadas se cumplieran, so pena de causarle dolor y sufrimiento a quienes habían incumplido con las tareas específicas del ciclo de producción o distribución de la droga a las que se habían comprometido. Quienes incumplían eran considerados “faltones”, traidores y desleales, que se exponían a ser víctimas de los maltratos y vejaciones en los que eran expertos esos grupos de sicarios. A medida que el negocio de la droga prosperó y las propiedades y negocios fueron creciendo, se generó la necesidad de calificar esos grupos, ya no solo para el “ajuste de cuentas”, sino también para vigilar las propiedades y mantener a raya a quienes se veían como enemigos potenciales de sus intereses. El gobierno de Belisario Betancur Cuartas (1982-1986) propuso unos acuerdos de paz que buscaban aclimatar la convivencia ciudadana, atrayendo a diversos grupos subversivos a la mesa de negociación. Esta actitud no fue vista con buenos ojos por muchos militares, propietarios de tierras y políticos, que consideraban que ceder ante la subversión era síntoma de debilidad. La izquierda legal había conformado un frente llamado la Unión Patriótica –UP-, al que en algún momento se adhirieron militantes reconocidos de las FARC, y este movimiento político se convirtió en el núcleo visible de la inconformidad y la oposición al gobierno. Las organizaciones guerrilleras vieron la negociación como una oportunidad de fortalecerse militar y políticamente y de esa forma llegar a un acuerdo en el que pudieran demostrar fuerza y poder local. Durante los cuatro años del gobierno de Betancur se lograron algunos avances en la negociación con grupos subversivos, pero a la vez se vinieron al suelo muchas ilusiones, al recibir el gobierno golpes fuertes que dieron al traste con la política de paz. Uno de los hechos más visibles y recordados fue la toma del Palacio de Justicia por el M-19 en noviembre de 1985, acción en la que murieron prácticamente todos los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Pero no fue solo el M-19 el que acabó con las ilusiones de paz del gobierno y algunos de sus miembros, sino que tampoco los otros grupos, como las FARC, el ELN, el EPL y otros, dieron muestras de su voluntad de paz. En estos años, en regiones como Segovia y Urabá, en Antioquia y Puerto Boyacá en el Magdalena Medio, se empezaron a conformar grupos de autodefensa que se dedicaban a limpiar de subversivos y auxiliadores de la guerrilla. El avance electoral que la Unión Patriótica –UP- había mostrado en esas regiones, fue motivo para que los hacendados de estas regiones, junto con los militares, apoyaran los grupos de campesinos en armas. Los narcos que habían sido víctimas del secuestro, conformaron en esa época el MAS –Muerte a Secuestradores- que se convirtió en el terror de los grupos subversivos, pues le dieron golpes muy fuertes, al pagarles con la misma moneda: secuestro que realizaban los guerrilleros era contestado con un secuestro de familiares de los guerrilleros o poniendo en manos de las autoridades a reconocidos militantes de los grupos guerrilleros. Todas estas iniciativas crearon un ambiente de pugnacidad generalizado, y las acciones tanto de la guerrilla como de las autodefensas fueron escalando, hasta que tanto de un lado como del otro, se extendió un verdadero baño de sangre, la UP vio caer bajo las balas y los atentados a numerosos militantes, pero a la vez, muchos líderes del gobierno, como el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, y el hermano del presidente, Ignacio Betancur Cuartas, fueron víctimas de los violentos. En agosto de 1986 asume la presidencia de la república Virgilio Barco Vargas, quién a pesar de los fracasos de Betancur sigue la línea de buscar acuerdos de paz con la guerrilla, las autodefensas que se habían creado por parte de los narcotraficantes (MAS) y los grupos de esmeralderos, terratenientes y militares descontentos con el nuevo proceso de paz, empiezan a formar verdaderos ejércitos de sicarios, que ya no solo trabajan para los narcotraficantes en el “ajuste de cuentas”, sino que empiezan a hacer trabajos por encargo, que incluían la eliminación de personas que le estaban haciendo la vida incomoda a los narcos y a los dueños de tierras. Los grupos que se habían creado en el Magdalena Medio y que tenían escuelas de formación con expertos internacionales, que aleccionaban a los cuadros de los grupos de derecha empezaron a reproducir el esquema en regiones como el Urabá, el Huila y el Cauca. Aparece lo que hemos llamado el outsoursing de las autodefensas o masacres por encargo. Los sicarios formados por mercenarios de diferentes orígenes, que habían recibido instrucción militar y tácticas anti-guerrillas en el Magdalena Medio, con el auspicio de personajes como Rodríguez Gacha “El Mexicano”, Pablo Escobar y Carlos Lehder, aceptaron desarrollar actividades similares a las que ya se les conocían en su región. Las autodefensas del Magdalena Medio participaron en diferentes masacres que tuvieron lugar en el norte de Antioquia: La Chinita, Honduras, El Tomate y La Negra son recordadas en la zona como genocidios en los que cayeron numerosos militantes de los grupos de izquierda, legales e ilegales. De otra parte, la escalada de asesinatos de los grupos de autodefensas desató una andanada de crímenes por parte de los grupos guerrilleros, y como en una gran partida de ajedrez, los peones iban cayendo, luego los alfiles, las torres y esta las damas. Numerosos periodistas, profesores, intelectuales cayeron muertos en una guerra, en que los actores armados golpeaban a quienes suponían tener conexiones con el bando contrario. Se extendió el uso del secuestro, tanto para obtener rescates que mejoraran las finanzas de los grupos armados, como para hacer exigencias en materia política. En esta guerra cruel cayeron desde modestos dirigentes sindicales hasta candidatos presidenciales, hijas de ex presidentes y periodistas. El fuego cruzado no distinguía el color de las víctimas, y como si este cuadro no fuera suficiente, los narcotraficantes le declararon la guerra al Estado y empezaron a estallar bombas en los lugares más diversos: desde la sede central de DAS hasta centros comerciales, en los que las víctimas eran toda clase de ciudadanos: niños, ancianos, inválidos, caminantes, turistas, compradores, vendedores, vigilantes, empleadas de servicio, toda clase de gente. El terror se generalizó, y hasta los negocios nocturnos empezaron a sentir en sus ingresos el ambiente de terror e incertidumbre que se instalaba en el territorio nacional. En medio de la violencia, se logró firmar la paz con el M-19 y con algunas fracciones de otros grupos. En 1991, un año después de iniciado el gobierno de Cesar Gaviria, se convoca a una gran Constituyente, que durante seis meses discute las bases de la normativa global de la nación. En esta gran sesión los constituyentes se dividen en tres grupos: liberales, representantes del Movimiento de salvación nacional de Álvaro Gómez Hurtado y la representación del M-19 y sus aliados. Las tres fracciones tienen un número similar de representantes y el resultado final es una nueva Constitución que define el papel del estado y las obligaciones y los derechos de los ciudadanos. Ese mismo año se entrega a las autoridades Pablo Escobar Gaviria, hasta ese momento el narcotraficante más poderoso del país, y principal figura del cartel de Medellín, quién a pesar de estar en una guerra a muerte con el cartel de Cali, decide entregarse a las autoridades, no sin antes asegurarse, que su lugar de reclusión le ofrecería todas la garantías que necesitaba. El momento parecía ofrecer las posibilidades de paz que nunca se habían tenido en periodos anteriores. Algunos grupos de autodefensas inician desmovilizaciones y el gobierno empieza a negociar con los líderes del cartel de Cali. El momento de ilusión y optimismo pronto se vio truncado con la noticia de que Pablo Escobar, en julio de 1992, se fuga de la cárcel y se descubre que en su propio lugar de reclusión el capo había no solo seguido administrando sus negocios, sino que inclusive había mandado asesinar a algunos de sus socios, con los que tenía diferencias. Tras su fuga la ola de atentados con bombas y de secuestros de personalidades, toma nueva fuerza, y entre esa fecha y diciembre de 1993, el país vive la peor ola de atentados terroristas que haya vivido un país de Latinoamérica. A finales de ese año Pablo Escobar cae abatido en su escondite en Medellín y la guerra contra el narcotráfico parece tomar un nuevo rumbo, en el que las autoridades parecieran tener la sartén por el mango. Las condiciones internacionales parecían también favorables, pues un gobierno de los demócratas norteamericanos se iniciaba, con Bill Clinton a la cabeza, y el Consenso de Washington parecía ofrecer nuevas posibilidades a las economías latinoamericanas. Un gran paquete de reformas en aspectos financieros y de políticas sociales, se encontraba listo para ser presentado, y pronto la reforma laboral, la de pensiones, la de los sistemas de salud, la de fomento a la vivienda y muchas otras se impusieron. El contenido esencial en todas ellas era una disminución del papel del Estado: las poderosas instituciones gubernamentales perdieron poder, se redujeron o eliminaron y buena parte del manejo de estos sistemas se entregó a través de diferentes modalidades al sector privado. La función del Estado como garante de la calidad de vida de los ciudadanos y principal oferente de servicios públicos se fue diluyendo, y los usuarios quedaron en manos de los empresarios privados, que se antojaban en ese momento como proveedores más serios de esos servicios. La continuidad de estas reformas parecía garantizada con la elección de Ernesto Samper Pizano, representante del partido liberal (el mismo de Gaviria), sin embargo, este proceso electoral se vio empañado por acusaciones de la oposición, que aseguraban que el fuerte de la financiación de la campaña se había basado en recursos recibidos por el candidato de manos de los representantes del cartel de Cali (los hermanos Rodríguez Orejuela y sus aliados). Se inició lo que se conoció con el nombre de proceso 8.000, que mantuvo a la administración del presidente Samper, más ocupada con los litigios que se derivaron de este proceso, que de gobernar. Durante los cuatro años de ese periodo presidencial, la imagen del gobierno es vio seriamente cuestionada y su credibilidad cayó muy bajo. Los continuos episodios y acusaciones relacionadas con la proximidad del gobierno con los narcotraficantes y la entrega de algunos capos, así como la captura de otros, creó una situación de caos institucional, que fue aprovechada por los ejércitos ilegales para fortalecerse y cohesionarse. Hasta tal punto llegó la situación que las autodefensas, que estaban dispersas en unas pocas regiones empezaron a convertirse en un ejército con presencia en cada vez mas regiones. A la cabeza de los hermanos Castaño, las Autodefensas Unidas de Colombia se hicieron conocer y durante el año 1997 desarrollaron acciones violentas que todavía el país recuerda: las masacres de Mapiripán, Aguachica, Chigorodó, Colosó y otras más y los atentados contra dirigentes populares y funcionarios públicos fueron pan de cada día. Las campañas de erradicación de cultivos de drogas, a través de aspersiones aéreas, levantaban protestas, en especial en el sur del país, y se aseguraba que las movilizaciones eran organizadas por los grupos guerrilleros, en especial por las FARC. En los departamentos de Guaviare, Meta y Casanare, empiezan a aparecer grupos de autodefensas en especial en la zona de Puerto Gaitán y en los límites entre el Guaviare y el Meta. En julio de 1998 se da a conocer el “Acuerdo del Nudo de Paramillo”, por medio del cual algunos funcionarios del gobierno saliente, dirigentes gremiales y políticos de diferentes orientaciones proponían a los mandos de las AUC (Carlos Castaño y Salvatore Mancuso) un acuerdo de paz, que se reflejaba en una agenda de negociación entre la sociedad civil y los grupos irregulares. Era este un reconocimiento de la importancia política y militar que en ese momento tenían los grupos paramilitares. El acuerdo no prosperó y en cambio, al asumir el nuevo presidente, Andrés Pastrana Arango, propuso una agenda de paz con la guerrilla de las FARC, que los dirigentes de las AUC consideraron un retroceso en las negociaciones. La “zona de distensión” creada por el gobierno, se convirtió en un refugio para la guerrilla, que en ningún momento bajo la guardia: por el contrario, es en esta época cuando se inician los asaltos a puestos de control de las fuerzas armadas y el secuestro de militares. Las acciones de los paramilitares se multiplicaron y los diferentes frentes se consolidan en el Magdalena Medio, en Norte de Santander, en Nariño, en el Cesar y la Guajira, el Valle del Cauca e inclusive en las capitales departamentales, incluida Bogotá. Para finales de los años noventa del siglo pasado, el proyecto de unas Autodefensas Unidas de Colombia era una realidad, no solo existían frentes antisubversivos en todo el país, sino que ya operaban los frentes regionales como subsidiarias del proyecto nacional de los hermanos Castaño, y a su vez estas unidades se ofrecían en el mercado como franquicias que los narcotraficantes empezaron a valorar como instrumentos de negociación y poder locales. Las estructuras militares se convirtieron en elementos de apoyo para las campañas electorales, las alcaldías y gobernaciones en botín de guerra de los violentos y las poblaciones en aterrados testigos del surgimiento de un poder alterno violento e insensible a las necesidades de las mayorías. El ascenso al poder de Álvaro Uribe Vélez, con una clara mayoría de los votantes dio un portazo con el esfuerzo de las negociaciones de paz. Los abusos de las FARC durante el tiempo que estuvo vigente la “zona de distensión”, hicieron que las mayorías le dieran apoyo a un proyecto que tenía como eje central la recuperación de “seguridad”. La política del nuevo gobierno se orientó a recuperar las zonas que se encontraban en manos de los violentos. Por un lado se enfrentó a la subversión con toda la energía que tenía el Estado, mientras se empezó a negociar con las Autodefensas un acuerdo de desmovilización. La oferta era tan atractiva que las franquicias de las Autodefensas a nivel regional se valorizaron y diferentes narcotraficantes compraron los frentes antisubversivos para poder estar en la negociación de paz. Se estimaba que los paramilitares en armas serían alrededor de 12.000 hombres, sin embargo a la hora de desmovilizarse esa cifra se triplicó. Hoy se ha evidenciado que algunos de esos frentes fueron creados artificialmente para beneficiarse de las bondades de la negociación que ofrecía el gobierno. Los líderes de las Autodefensas al interior de la organización tuvieron diferencias importantes, que se tradujeron en enfrentamientos no solo verbales, sino en amenazas y, por último en la muerte del líder visible de las AUC: Carlos Castaño. Este dirigente se oponía a que se incluyeran en la negociación los capos que se habían vinculado a última hora con las Autodefensas. La mayoría de ellos eran narcotraficantes que buscaban beneficiarse de las rebajas de penas y de los beneficios que se estaban acordando para los combatientes. El poder de estos, sin embargo fue subestimado por el veterano combatiente y este error le costó la vida. Los comandantes de frentes de las AUC se entregaron con algunos de sus seguidores, y se comprometieron con el gobierno de Uribe a abandonar sus actividades delincuenciales, incluyendo el narcotráfico. Sin embargo, pronto se evidenció que, tal como lo había hecho Pablo Escobar, estos dirigentes seguían delinquiendo desde sus lugares de reclusión. La respuesta del presidente Uribe fue incumplir una de sus promesas de la negociación: la no extradición de los delincuentes. De un día para otro los principales dirigentes de las AUC fueron entregados a las autoridades norteamericanas que de inmediato presentaron los prontuarios contra cada uno de ellos. La historia de las AUC nos muestra como un pequeño grupo de mercenarios dispuestos a todo y sin ningún tipo de principios ni valores, puede llegar a ejercer un poder inmenso a través del terror y las alianzas. Veinte años bastaron para que de la nada surgiera y se consolidara un grupo de actores locales que se apropiaron de los presupuestos locales y regionales, tuvieron representación en el congreso y se plantearon “refundar la patria”. Hoy Salvatore Mancuso reconoce que la aspiración de esa organización era “tomarse el poder político total”. Las actuales declaraciones de los dirigentes de las AUC deben ser vistas con cautela, pues como hemos visto su intención era dominar política, económica y socialmente al país. De hecho se sentaron con los más poderosos actores del mundo político y económico, amenazando a algunos y aliándose con otros. El presidente Uribe es visto por los extraditados como un traidor de los acuerdos, por lo que no es extraño que hoy destapen buena parte de sus cartas para enlodar a sus colaboradores y al propio presidente. Sin embargo también es cierto que en los acuerdos que se hicieron bajo la mesa está la letra menuda de la negociación, que solo ahora venimos a conocer. Los ofrecimientos de una desmovilización limpia y comprometida han quedado al desnudo y los que se revela son deslealtades y acuerdos “non sanctos”, que tienen a ex ministros, asesores y directores de institutos a punto de la condena jurídica después de pasar por el oprobio de la humillación pública. Los poderosos funcionarios del anterior gobierno hoy se muestran como acomodados negociadores, que manipulaban la realidad para beneficiarse personalmente o para dar apariencia de transparencia a un gobierno que dista mucho de haber puesto todas sus cartas sobre la mesa. Aunque están en las cárceles norteamericanas, los líderes de las autodefensas continúan siendo actores de primera línea en la política colombiana, y todos los días nos encontramos con nuevas sorpresas que denotan el poder que llegaron a tener. Sus denuncias acerca del complot contra la Corte Suprema de Justicia, su reconocimiento a los servicios que el DAS les prestaba, del apoyo que les proporcionaban multinacionales y grandes empresarios son solo píldoras de ese prolongado tratamiento que le van a dar a la sociedad colombiana con los secretos que están aún por develar. El poder alterno que representaron las AUC todavía nos deparará muchas sorpresas, y lo peor de todo es que la pesadilla aún no ha terminado. Hoy como sucesores de esos ejércitos actúan en diferentes regiones las Bandas criminales –bacrim-: Los Rastrojos, los Urabeños, el ERPAC, todos herederos de los paramilitares de Castaño. La prensa informa que estos grupos se han distribuido las regiones y controlan las rutas de exportación de la droga, mantienen las amenazas sobre la población y aspiran a renovar su poder político influyendo de manera ilegal en elección es y nombramientos de funcionarios. La historia del terror en Colombia no ha terminado y es importante adquirir consciencia de que la violencia de cualquier tipo le da vuelo a los ilegales. No es un llamado a encerrarse en el miedo, es una invitación a convertirse en actores de la paz, constructores de convivencia y armonía. Voy a cerrar con una cita de un mártir caído en esta absurda guerra de Colombia, monseñor Isaías Duarte Cancino, cuya muerte se acaba de conmemorar: “No podemos negar que también existen personas que no han podido superar la dinámica del odio y permanecen prisioneros de un pasado doloroso; es preciso aprender de las experiencias sufridas que sólo el amor construye mientras que el odio produce destrucción y ruina.”

PONENCIA PRESENTADA EN EL CONVERSATORIO DE PODERES ALTERNOS EN LA UNIVERSIDAD SANTO TOMAS DE VILLAVICENCIO