jueves, 24 de mayo de 2012

Aprender de nuestros ancestros


Por Héctor A. Otero
Desde que pisaron tierra los aventureros españoles que llegaron a América, los indígenas han sido tratados como individuos sin valores ni principios.  Esta actitud sigue extendiéndose inclusive entre los jóvenes y los campesinos que comparten la discriminación con ellos.  La idea de que el indígena es solapado, perezoso y avivato es un argumento de quienes buscan arrinconarlos y desprestigiarlos, con el fin de sacar provecho de ellos, y son muy pocos los que luchan por colocarlos en el verdadero lugar que les corresponde.
La aplanadora de la modernidad y la globalización tiene entre sus víctimas menos nombradas a las comunidades indígenas, que durante siglos han luchado contra unos “blancos” violentos y sin misericordia, que buscan por sobre todo expropiarle sus tierras, sobre las que no han tenido títulos, porque nunca pensaron que se necesitase un papel y un permiso para poder recoger plantas, semillas y nueces o para pescar, cazar o recolectar piezas animales para alimentarse.  Ellos que por siglos se movieron por las selvas y las planicies libremente, que recorrieron los ríos y caminaron por las sabanas, ahora se ven compelidos a reducirse a espacios mínimos, en los que su vida no está garantizada y su actividad espiritual y cultural no puede desarrollarse, todo por una lógica pragmática y egoísta.
Hoy, una pequeña comunidad indígena de los Llanos Orientales, que durante mucho tiempo fue pescadora, recolectora y en menor grado cultivadora de especies típicas de la llanura como la yuca brava, es presionada por las grandes inversionistas petroleros (Oleoductos de los Llanos-filial de Ecopetrol y Pacific Rubiales) y por el gran capital que pretende desarrollar una agroindustria (La Fazenda-Aliar S. A.), sin respetar ni las comunidades ni la naturaleza de los lugares a los que han llegado.
La comunidad Achagua-Piapoco, que solo desde 1983 cuenta con un pequeño resguardo, se encontró con que por las tierras que ellos habían recorrido y  en las que habían aprendido a sobrevivir, iban a pasar un gran tubo, por el que iba a circular el líquido negro que mueve a la sociedad “blanca”.  Pero además descubrieron, que justo al lado del resguardo que les había sido asignado, iban a instalar una gran porqueriza que cambiaría el entorno y las formas tradicionales de vivir en la región.
Estas comunidades que habían creado su propia explicación de cómo funcionaba el mundo y habían estructurado unas jerarquías, que les ayudaban a todos sus miembros a enfrentar las enfermedades y las aflicciones espirituales, vieron como por debajo de un cuerpo de agua en el que ellos enseñaban a sus hijos a pescar con arco y flecha, iban a pasar una gran serpiente: el oleoducto entre Rubiales y Monterrey (Casanare).  Ese Charcón en el que tenían lugar las ceremonias de iniciación de los jóvenes cambio: sus aguas se enturbecieron, la pesca disminuyó y los espíritus empezaron a enfurecerse, por que los líderes de los Achaguas no habían sido capaces de hacer respetar esos lugares sagrados y ceremoniales.  La comunidad empezó a temer por su existencia, porque los espíritus que siempre habían sido generosos con ellos, ahora sentían que esta invasión, era una traición de los seres que viven en el mundo de en medio (en oposición al mundo de arriba y al mundo de abajo) que no respetaban a los espíritus de otros mundos.
La verdad es que quienes los están amenazando no son los espíritus, son la codicia y el irrespeto por la historia y las condiciones de vida de unas comunidades cada vez más débiles y aisladas.  Unos inversionistas con la llave del capital y el conocimiento, llegan desde distantes tierras a desconocer y menospreciar la sabiduría acumulada por siglos, pero desconocida para los dueños del dinero.  La Constitución de Colombia en el artículo séptimo señala que el Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación, sin embargo el afán de llenarse los bolsillos hace que se pase por encima de los más débiles y se acabe sin misericordia con sus lugares sagrados, sus fuentes de alimentos y toda su cosmogonía.  La obligación de todos los colombianos es salvar esos restos de culturas que nos antecedieron y que no hemos tenido la fortuna de conocer, porque las hemos estado acabando.  Es hora de pensar de otra manera y la Corte Constitucional ha sentado unas bases importantes para ello.  Volvamos a mirar hacia nuestros orígenes que tenemos mucho que aprender.