Porque no
acepto que la voluntad de diez representantes de nadie, modifiquen la
Constitución que fue creada con dificultad, con participación de diversos
actores políticos y sociales y que ha tenido tiempo de ser probada y hasta
cuestionada en diferentes escenarios. Es
suficiente con que nuestros presidentes acomoden la Carta Magna a sus intereses
políticos, e introduzcan alteraciones sustanciales al equilibrio de poderes,
con que entreguemos la justicia a países extranjeros, con que el marco
constitucional sirva para ampliar la desigualdad e impedir el desarrollo
económico, limite las posibilidades y la iniciativa de los ciudadanos, con que
los avances en la participación sean estrangulados por políticos y juristas,
cuyo único interés es maximizar la utilidad y la cuota de poder burocrático, con
que la salud y la educación de un pueblo estén en manos de mercaderes, que no
están interesados en mejorar la calidad de vida de los sectores populares.
Porque ni
el Gobierno Nacional, ni los negociadores de La Habana, ni la oposición radical
al proceso de paz representan el pensamiento de quienes día a día construyen y
defienden este país. No existe por parte
de estos actores del escenario político ninguna intención de superar las graves
restricciones que existen para la democracia y la justicia en Colombia. Más allá de proteger sus intereses y ocultar
sus responsabilidad en la promoción de las peores enfermedades de la sociedad
colombiana, los firmantes de los acuerdos, tanto como sus detractores, se
limitan a posicionarse para una nueva repartición de poder que en nada va a
beneficiar a la ciudadanía. Las
enfermedades que ellos han contribuido a extender por el país no son otras que
la violencia generalizada, la evasión de responsabilidades, la falta de
solidaridad y de misericordia, el
individualismo, la indiferencia y la falta respeto de los valores que esta
tierra había construido, como el amor por la tierra, por los lazos familiares,
por la decencia en el trato personal y muchos otros que ya ni reconoceríamos como
propios, pues la falta de su práctica los ha convertido en elementos en desuso.
Porque ni
las prácticas política del Gobierno, los negociadores ni las de la oposición me
ilusionan con un futuro mejor. Con
cualquiera de ellos la corrupción seguirá arrebatando los recursos para la
construcción de un país mejor, los poderosos se seguirán repartiendo el
presupuesto y los puestos de dirección del Estado, la justicia seguirá
maniatada, cercenada y parcial, las oportunidades seguirán pasando al lado, sin
que la inteligencia y la recursividad de
los trabajadores puedan aprovecharlas, pues el Estado en lugar de incentivar la
iniciativa la coarta, la entraba y la frustra.
Porque la
paz no se puede construir a partir de unas declaraciones pretensiosas, sino con
un trabajo permanente y disciplinado que cambie la orientación de la política,
la economía y el espíritu de solidaridad.
Aún falta mucho para que los colombianos nos respetemos como ciudadanos,
el trato que le damos a nuestros opositores e inclusive a nuestros familiares
no permite ser optimista en el cambio de las costumbres arraigadas desde
finales de los ochenta. La cultura del
más vivo, del oportunista, del engaño, de la mentira siguen siendo cotidianas
en nuestra vida ciudadana, y las autoridades aprovechan este enfoque para
apuntalarse en sus centros de poder. Nada nos hace pensar que el callar de los
disparos y las explosiones mejore nuestras relaciones como sociedad y
conglomerado humano. Tampoco habrá
recursos financieros ni humanos para el cambio, pues la crisis del país y las
orientaciones de la política internacional no ofrecen un horizonte despejado.
Definitivamente,
ese día mejor me voy a dedicar a soñar con un mundo mejor.