martes, 9 de agosto de 2016

He decidido que el día del plebiscito no me voy a levantar.


Porque no acepto que la voluntad de diez representantes de nadie, modifiquen la Constitución que fue creada con dificultad, con participación de diversos actores políticos y sociales y que ha tenido tiempo de ser probada y hasta cuestionada en diferentes escenarios.  Es suficiente con que nuestros presidentes acomoden la Carta Magna a sus intereses políticos, e introduzcan alteraciones sustanciales al equilibrio de poderes, con que entreguemos la justicia a países extranjeros, con que el marco constitucional sirva para ampliar la desigualdad e impedir el desarrollo económico, limite las posibilidades y la iniciativa de los ciudadanos, con que los avances en la participación sean estrangulados por políticos y juristas, cuyo único interés es maximizar la utilidad y la cuota de poder burocrático, con que la salud y la educación de un pueblo estén en manos de mercaderes, que no están interesados en mejorar la calidad de vida de los sectores populares.

Porque ni el Gobierno Nacional, ni los negociadores de La Habana, ni la oposición radical al proceso de paz representan el pensamiento de quienes día a día construyen y defienden este país.  No existe por parte de estos actores del escenario político ninguna intención de superar las graves restricciones que existen para la democracia y la justicia en Colombia.  Más allá de proteger sus intereses y ocultar sus responsabilidad en la promoción de las peores enfermedades de la sociedad colombiana, los firmantes de los acuerdos, tanto como sus detractores, se limitan a posicionarse para una nueva repartición de poder que en nada va a beneficiar a la ciudadanía.  Las enfermedades que ellos han contribuido a extender por el país no son otras que la violencia generalizada, la evasión de responsabilidades, la falta de solidaridad y  de misericordia, el individualismo, la indiferencia y la falta respeto de los valores que esta tierra había construido, como el amor por la tierra, por los lazos familiares, por la decencia en el trato personal y muchos otros que ya ni reconoceríamos como propios, pues la falta de su práctica los ha convertido en elementos en desuso.

Porque ni las prácticas política del Gobierno, los negociadores ni las de la oposición me ilusionan con un futuro mejor.   Con cualquiera de ellos la corrupción seguirá arrebatando los recursos para la construcción de un país mejor, los poderosos se seguirán repartiendo el presupuesto y los puestos de dirección del Estado, la justicia seguirá maniatada, cercenada y parcial, las oportunidades seguirán pasando al lado, sin que la inteligencia y la recursividad  de los trabajadores puedan aprovecharlas, pues el Estado en lugar de incentivar la iniciativa la coarta, la entraba y la frustra.

Porque la paz no se puede construir a partir de unas declaraciones pretensiosas, sino con un trabajo permanente y disciplinado que cambie la orientación de la política, la economía y el espíritu de solidaridad.  Aún falta mucho para que los colombianos nos respetemos como ciudadanos, el trato que le damos a nuestros opositores e inclusive a nuestros familiares no permite ser optimista en el cambio de las costumbres arraigadas desde finales de los ochenta.  La cultura del más vivo, del oportunista, del engaño, de la mentira siguen siendo cotidianas en nuestra vida ciudadana, y las autoridades aprovechan este enfoque para apuntalarse en sus centros de poder.  Nada nos hace pensar que el callar de los disparos y las explosiones mejore nuestras relaciones como sociedad y conglomerado humano.  Tampoco habrá recursos financieros ni humanos para el cambio, pues la crisis del país y las orientaciones de la política internacional no ofrecen un horizonte despejado.

Definitivamente, ese día mejor me voy a dedicar a soñar con un mundo mejor.